Estamos arrojados a la posibilidad de la muerte desde que nacemos, pensó Delia, mientras escuchaba al filósofo en You Tube y se iba quedando dormida, cansada del espanto y la desesperación. Ya no veía las noticias ni los innumerables casos de amigos y conocidos fallecidos o enfermos por el virus. La realidad distópica que, solo había visto en retorcidas series de televisión y filmes de ciencia ficción era plausible y se hizo carne en ella.
Recordó las últimas imágenes que vio en alguna página de Internet: el personal sanitario, con trajes extraños retirando a personas con el virus para el confinamiento, en distintos hospitales y escuelas. Odió que pudiera pasarle aquello. ¿Qué harían sus hermanas sin ella? Una sucesión de posibilidades terribles, de un futuro oscuro pasaban vertiginosamente por su mente. Ella estaba a cargo, estaba enferma, y lo que es peor, tal vez moriría.
Cuando a Delia le diagnosticaron con aquella nueva enfermedad, no pudo más que pensar en la muerte. Había podido esquivarle al virus amen de que, en su hogar, todos lo contrajeron. Sin embargo, ella no, hasta ese día.
Pensó que la muerte de su padre y de su hermano mayor eran suficientes para el despiadado virus. Por error, no la vinieron a buscar. Fue entonces, que decidió confinarse en su cuarto para no contagiar a sus hermanas menores que le pasaban alimentos y agua todos los días y desaparecían rápidamente tras la puerta. Fue entonces también que empezó a escuchar al filósofo, a todas horas. El baño interno fue un acierto, su padre lo había construido para él y su madre un tiempo antes del fin.
Aquello parecía una crisis de neuropatía o quizá esquizofrenia. Cuando cerraba los ojos, podía ver claramente imágenes moradas, personas diminutas que se acercaban y se agrandaban, seres pequeños, de fábulas desconocidas con largas cabelleras encrespadas lilas y negras. Senderos de tierra con vinales en los costados, personas ensangrentadas a la vera del camino. Frenéticos viajes, como observados desde la ventanilla de un vehículo confuso, no tenían fin.
¿Dónde estaban ahora los demás? Recordó el relato de Horacio Quiroga que leyó en la escuela secundaria, pensó en el compadre Alves. Recordó el recorrido del hombre en la canoa. ¿Qué río era? ¿Fue un río o un riacho? Era un río, sin lugar a dudas, “fúnebremente encajonado”.
No la medicaron. Un té de limón recetado por alguien, la hizo vomitar bilis repetidamente. Su rostro en el espejo era el de una anciana desconocida y alienada. La angustia se hizo carne y tomó su alma. Un zumbido permanente y agudo le impedía conciliar el sueño. Cuando cerraba los ojos e intentaba dormir, tenía la sensación de acercarse al brocal de un pozo de ladrillos enmohecidos. En la oscuridad podía verse a sí misma bailando una danza extraña, africana tal vez.
Y estaba esa respiración que parecía un resoplido animal y la obligaba a permanecer recostada sobre la almohada. Dormir así era un suplicio incómodo, pero cuando la tos arreciaba con más fuerza, ninguna posición la salvaba de las lágrimas y el espanto. La fiebre la hacía entrar en un delirio mojado que dejaba su espalda empapada. Como podía, llegaba a la tina para sentarse en el agua que mitigaba toda aquella suma de desesperación y angustia.
Lentamente, el zumbido se transformó en susurros. Al principio, no podía entender nada. Con el paso del tiempo, empezó a distinguir algunas frases contundentes. Sabía con certeza que debía descifrar los mensajes. Tal vez, solo tal vez, sus oraciones le permitían estar en gracia y oír la palabra de Dios. Un Dios desconocido que, a diario, se volvía malvado y peligroso. Su religiosidad le impedía blasfemar, sobre todo cuando la tos y el resoplido, la tos y el resoplido, la tos y el resoplido, el vómito y la bilis… la fiebre, el delirio, el sueño en el que se ahogaba en un mar impío y negro.
Ella también estaba sola, como el hombre en la canoa. Sola y perdida en un marasmo infinito. Las voces se hacían cada vez más claras. “Una pareja de guacamayos cruzando el cielo”, las palabras del filósofo que seguía hablando de la muerte o de la vida, del perdón o del rencor. Conocía otras historias, pero aquella de la serpiente, se había presentado en su memoria de repente y no se marchaba.
Como las imágenes de los seres diminutos, las líneas del relato se hacían eco. Entre el susurro y la nostalgia. ¿Dónde estaban todos? ¿A dónde se fueron sus padres, sus amigos, sus compañeros de trabajo?
Ya no había días ni noches. Había cerrado las ventanas para siempre y por orden de las voces. Solo el frío avanzaba y sentía que se estaba mejorando. Pero tenía sed, sed de agua helada que quemara su garganta. ¿Dónde estaba el compadre de aquel hombre que murió solitario en su canoa? Nadie pudo socorrerlo.
Silvana